lunes, 19 de enero de 2015

DOS CUENTOS

Dos cuentos: "Cuando salió de clase...", peripecias de un profesor de literatura que hizo desaparecer un dinosaurio... Y Cuento disparatado, aventura de una niña de 50 años y su madre recién nacida.
 






CUANDO SALIÓ DE CLASE….
Raúl Arias


Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

El profesor Ubaldo Calderón se rascó los pelos de la cabeza que corría rápidamente a la meta de la calvicie, escarbó la piel con las uñas y vio con desesperación un mechón desprendido que dejó caer en el canasto de basura. Dio un sorbo de café y depuso los malos pensamientos que rondaban como brujas malvadas.



En la soledad de la pieza, pequeña por la invasión de libros regados en montones sobre dos mesas, la silla, la estantería pronta a derramarse en el piso, hizo esfuerzos para concentrarse. Preparaba su clase para las próximas horas, y una vez más pretendió escalar el infinito graderío de la literatura. El cuento corto era el tema que debía exponer y resolver frente a treinta estudiantes, a las 8 de la mañana.
El reloj pulsera marcaba las 12 de la noche. Se había levantado a esa hora luego de un sueño de más de tres horas, después de ver noticias en la televisión y parte de la novela preferida.
El bendito dinosaurio seguía allí cuando se despertó.

Despotricó contra los críticos, los escritores y las clases de literatura. Una vez más odió a ese escritor que escribió no dos líneas siquiera sino esa miserable imagen que cabía en nada más que un renglón.
Después habían incursionado los críticos, los sabihondos, los analistas, que determinaron que eso era un cuento, y no sólo eso, sino que era el cuento más corto de la historia. ¿Cómo explicar el asunto a los estudiantes, gente absolutamente mal informada o desinformada por completo?
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Percibió la ironía del escritor. Seguramente quiso escribir una historia más larga, y como no prosperaba, resolvió dejar en un renglón su imaginación fallida, inconclusa, y publicó ese breve fragmento en una de sus obras. Con solo esa decisión provocó la locura en los críticos, siempre los primeros en dar cátedra, y luego los lectores que aceptaban sin cuestionar la tontería de aseverar que era el cuento más corto de la literatura.

Revisó algunas anotaciones registradas en la libreta. Leyó las citas en silencio, y algunas en voz alta: desgraciadamente, el dolor crece en el mundo a cada rato.- Yo nací un día que Dios estuvo enfermo.- La zamba alegre no canta, ya está aprendiendo a llorar.- Mujer el mundo está amueblado por tus ojos.- Matamos lo que amamos. Lo demás no ha estado vivo nunca.

El profesor Calderón echó un chorrito de licor transparente en el café. Dio un sorbo y siguió leyendo sus anotaciones: versos cortos, epigramas y más.

A las dos de la mañana, cuando la lucidez le abandonaba, apagó las luces de la pieza y se retiró al dormitorio.

En el aula se formó un bullicio poco común. Por espacio de una hora y un minuto exactos, las intervenciones de los estudiantes fueron surrealistas, absurdas, coloridas, fragantes, estrafalarias, vagas, contundentes.

Cuando el profesor Calderón salió de clase, el dinosaurio había desaparecido.

Cuento disparatado.

Raúl Arias

Era una niña de 50 años que cuidaba a su mamá recién nacida. La dos vivían en una barca junto al mar, y cuando tenían sed sacaban la mano por la ventana y arrancaban un pedacito de hielo del nevado que las rodeaba. Cuando se alejaban de la playa, la niña llamaba a una nube muy blanca y le decía: Baja, nube, da de beber a mi madre.
Hacia el mediodía salían algunos peces a la superficie y gritaban: “Es hora de comer. Venimos a que nos frían. Traemos sal y un poco de espeserías”.
Pasaron los años, la madre creció lozana y saludable y fue la felicidad de su hija.

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