UNA BUENA IDEA
Luis Corral
L.G., mi amigo
escultor, que vivió en Alemania muchos años, tantos que casi se olvidó
del español, decidió, luego de mucho tiempo de ejercer el profesorado de arte,
abandonar su carrera docente para dedicarse exclusivamente a lo que más quería.
Se lanzó pues al mundo y participó por primera vez en un concurso de proyectos
escultóricos organizado por una institución de salud de Düsseldorf. No tenía
sino una sola idea, apenas un esquema general y vacío, sin embargo, decidió
escribir una breve nota al comité organizador: quería introducir en el centro
mismo de la las formas geométricas puras la vida y despachó la misiva.
Al cabo de una semana recibió una llamada
telefónica en la que se le invitaba a exponer su idea al comité de selección de
proyectos. Al llegar, en la antesala, pudo observar numerosos proyectos de escultores alemanes que hacían
gala de un enorme talento. Ya sentado frente al comité y con la cabeza
completamente vacía, los académicos le solicitaron que explicara su idea que
les había parecido muy interesante. L.G. guardó silencio como si meditara y al
fin dijo: estimados señores, mi idea, como habrán apreciado ustedes, es muy
simple, sin embargo, su realización no podrá ser llevada a cabo por un solo
ingenio y requerirá el concurso de muchos.
L.G. pensaba en ese entonces en los trabajadores de
la cantera, el obrero de la grúa encargado de trasladar la piedra al lugar
elegido, el afilador de cinceles, el ajustador de cabos y pare de contar.
Pensó también en una piedra de un metro de ancho
por dos de alto en la que tallaría su primera escultura pública. Sin mayores
esperanzas regresó a su casa. Al cabo de una semana le llamaron de la
institución para informarle que había ganado el concurso y que debía acercarse
cuanto antes a firmar el respectivo contrato. L. G. no se lo creía. Una vez que
llegó al centro de salud firmó el contrato que fijaba un fondo de trabajo mucho
más grande del que había podido imaginarse.
Inmediatamente se dirigió a la mejor cantera de la
provincia a seleccionar el material para su obra; durante el trayecto, empero,
estimó que la piedra debía medir por lo
menos ocho metros de altura: un metro y medio debía estar bajo tierra y al aire
los siete restantes. Al llegar al sitio eligió el bloque y pidió un grúa; la
grúa que le enviaron no pudo levantar la piedra y pidió una más grande; llegó
una gigante que levantó la piedra como una pluma y subida en ella, al lado del
maquinista y un peón, regresó a la ciudad.
Ya en el instituto, en una gran plaza, rodeada de
un alto cerramiento transparente, una vez que el peón hizo el hueco en el centro mismo del recinto,
la grúa colocó el futuro petroglifo con mucha facilidad. Tenía una altura
descomunal y se veía muy bonita. Pagó el trabajo y una vez que estuvo solo
frente a la materia, se preguntó: ¿Y ahora qué? Sentado estuvo varias horas
preguntándose ¿ahora qué? sin encontrar respuesta y viendo que se aproximaba la noche regresó a
su casa, entre feliz y desolado.
Al día siguiente L.G. se puso un mandil blanco y se
situó a conveniente distancia de la piedra para observarla, hizo traer una
escalera sumamente alta, sacó una tiza y puso
sobre un banco de madera el cincel y el martillo. En eso estaba cuando
vio que se acercaba un hombre corpulento, joven, no mayor de treinta años, de
frente abovedada y ojos pequeños, que le saludó atentamente llamándolo maestro
y poniéndose a sus órdenes.
Me llamo Otto RausKopf. ¡Qué bien!, se dijo el
escultor, mientras le daba la mano, pensando que el joven podía ser un buen
oficial y quiso, sin tardanza, probar
sus cualidades; trazó en la piedra con la tiza un cuadrado y dentro de
él la silueta de una hoja alveolada. –Otto- le dijo- ¿ves este dibujo? –Sí,
maestro, lo veo perfectamente. L.G. puso en las manos de Otto las herramientas
y explicándole lo que debía hacer, le dijo-Aplica tu fuerza y ten presente el
contorno del trazo-. Otto, entre sonriente y desaforado, cerrando un ojo, alzó
el martillo y lo golpeó con tal contundencia que abrió en la piedra un hueco
lunar en el que no quedó ni un átomo de tiza. L.G., aunque algo conturbado,
pudo conocer de lo que era capaz su ayudante y pensó que dado el tamaño de la
piedra había que aprovechar su impresionante fuerza.
Poco después, al observar atentamente el orificio hecho por Otto, pensó que era
bueno y sacó nuevamente la tiza. El maestro pasó toda esa primera mañana,
mientras Otto sostenía la enorme escalera, realizando diversos escorzos,
borrándolos y volviéndolos a hacer, en la superficie de la piedra, aterrado, en
el fondo, por la complejidad de su proyecto.
Por la tarde, sorpresivamente, aparecieron otros
sujetos deseosos de ayudarle y L.G, aleccionado por la experiencia de la
mañana, fue más cauto y prefirió hacer las pruebas en unos pequeños bloques que
mandó a traer a la cantera; así todos pudieron, bajo la presencia vigilante del
maestro, mostrar cuanto podían antes de incorporarse al trabajo principal, no obstante
era visible el ansia que despertaba en los ayudantes la presencia de la gran
piedra a la que no cesaban de mirar.
A la mañana siguiente, muy temprano, mientras se
ponía su mandil, el maestro vio a lo lejos a Otto que venía saltando en un solo
pie y batiendo palmas. Una vez próximo, le preguntó- ¿Por qué estás tan alegre
el día de hoy, Otto? –Maestro, estoy feliz, esperaba algo peor y me condenaron
tan sólo a ocho años de reclusión-. L.G. creyó oír mal y, por alguna razón
desconocida, prefirió guardar silencio, pero,
más tarde, una vez que estuvo
solo, se acercó a la administración y
pidió que le informaran con mayor detalle algunos asuntos. Así pudo conocer que
lo que él pensaba era un centro de salud comunitaria era en realidad un centro
de detención de enfermos mentales de alta peligrosidad. Al día siguiente,
temblando, oyó a Otto, de su propia boca, su historia- Bueno…Maestro-le dijo, e
hizo una mueca extraña, su labio inferior se torció hacia la derecha casi hasta
el borde de su oreja,- corté las cabezas,
primero de mi papá, luego la de mi mamá y, en orden la de mis tres hermanos,
empezando por el mayor, y les enterré en el sótano de mi casa. ¡Imagínese
Maestro! ¡Por eso me iban a condenar a veinte años!
Luego, L.G. oyó la historia de sus restantes
ayudantes pero ya era demasiado tarde para huir. La materia bruta había ido
adquiriendo, con el paso de los días y las semanas, ya sueltos los locos, las formas orgánicas más caprichosas,
mientras el maestro las iba enmarcando en paralelogramos y esferas perfectas.
Luego de algunos meses de ardua labor la obra
estuvo lista. La escultura mereció los más altos elogios de la crítica y L.G.
se consagró, por esos días, como uno de
los más importantes escultores de Alemania. Sin embargo, algo sorprendente
sucedió al día siguiente: los coautores del monolito, totalmente fuera de
control, aduciendo que la obra no había sido concluida todavía, decidieron, con
cincel y martillo, continuar su trabajo bajo la dirección de Otto; efectivamente,
esa misma noche, dieron por terminada la obra de la que no quedó rastro alguno.
La prensa, en los días siguientes, optó por guardar
el más estricto silencio sobre este penoso desenlace.
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