viernes, 13 de febrero de 2015

UNA BUENA IDEA



UNA BUENA IDEA
Luis Corral
 
L.G., mi amigo  escultor, que vivió en Alemania muchos años, tantos que casi se olvidó del español, decidió, luego de mucho tiempo de ejercer el profesorado de arte, abandonar su carrera docente para dedicarse exclusivamente a lo que más quería. Se lanzó pues al mundo y participó por primera vez en un concurso de proyectos escultóricos organizado por una institución de salud de Düsseldorf. No tenía sino una sola idea, apenas un esquema general y vacío, sin embargo, decidió escribir una breve nota al comité organizador: quería introducir en el centro mismo de la las formas geométricas puras la vida y despachó la misiva.



Al cabo de una semana recibió una llamada telefónica en la que se le invitaba a exponer su idea al comité de selección de proyectos. Al llegar, en la antesala, pudo observar numerosos  proyectos de escultores alemanes que hacían gala de un enorme talento. Ya sentado frente al comité y con la cabeza completamente vacía, los académicos le solicitaron que explicara su idea que les había parecido muy interesante. L.G. guardó silencio como si meditara y al fin dijo: estimados señores, mi idea, como habrán apreciado ustedes, es muy simple, sin embargo, su realización no podrá ser llevada a cabo por un solo ingenio y requerirá el concurso de muchos.

L.G. pensaba en ese entonces en los trabajadores de la cantera, el obrero de la grúa encargado de trasladar la piedra al lugar elegido, el afilador de cinceles, el ajustador de cabos  y pare de contar.

Pensó también en una piedra de un metro de ancho por dos de alto en la que tallaría su primera escultura pública. Sin mayores esperanzas regresó a su casa. Al cabo de una semana le llamaron de la institución para informarle que había ganado el concurso y que debía acercarse cuanto antes a firmar el respectivo contrato. L. G. no se lo creía. Una vez que llegó al centro de salud firmó el contrato que fijaba un fondo de trabajo mucho más grande del que había podido imaginarse.

Inmediatamente se dirigió a la mejor cantera de la provincia a seleccionar el material para su obra; durante el trayecto, empero, estimó que la piedra debía medir  por lo menos ocho metros de altura: un metro y medio debía estar bajo tierra y al aire los siete restantes. Al llegar al sitio eligió el bloque y pidió un grúa; la grúa que le enviaron no pudo levantar la piedra y pidió una más grande; llegó una gigante que levantó la piedra como una pluma y subida en ella, al lado del maquinista y un peón, regresó a la ciudad.

Ya en el instituto, en una gran plaza, rodeada de un alto cerramiento transparente, una vez que el peón  hizo el hueco en el centro mismo del recinto, la grúa colocó el futuro petroglifo con mucha facilidad. Tenía una altura descomunal y se veía muy bonita. Pagó el trabajo y una vez que estuvo solo frente a la materia, se preguntó: ¿Y ahora qué? Sentado estuvo varias horas preguntándose ¿ahora qué? sin encontrar respuesta y  viendo que se aproximaba la noche regresó a su casa, entre feliz y desolado.

Al día siguiente L.G. se puso un mandil blanco y se situó a conveniente distancia de la piedra para observarla, hizo traer una escalera sumamente alta, sacó una tiza y puso  sobre un banco de madera el cincel y el martillo. En eso estaba cuando vio que se acercaba un hombre corpulento, joven, no mayor de treinta años, de frente abovedada y ojos pequeños, que le saludó atentamente llamándolo maestro y poniéndose a sus órdenes.

Me llamo Otto RausKopf. ¡Qué bien!, se dijo el escultor, mientras le daba la mano, pensando que el joven podía ser un buen oficial y quiso, sin tardanza, probar  sus cualidades; trazó en la piedra con la tiza un cuadrado y dentro de él la silueta de una hoja alveolada. –Otto- le dijo- ¿ves este dibujo? –Sí, maestro, lo veo perfectamente. L.G. puso en las manos de Otto las herramientas y explicándole lo que debía hacer, le dijo-Aplica tu fuerza y ten presente el contorno del trazo-. Otto, entre sonriente y desaforado, cerrando un ojo, alzó el martillo y lo golpeó con tal contundencia que abrió en la piedra un hueco lunar en el que no quedó ni un átomo de tiza. L.G., aunque algo conturbado, pudo conocer de lo que era capaz su ayudante y pensó que dado el tamaño de la piedra había que aprovechar su impresionante fuerza.

Poco después, al observar atentamente  el orificio hecho por Otto, pensó que era bueno y sacó nuevamente la tiza. El maestro pasó toda esa primera mañana, mientras Otto sostenía la enorme escalera, realizando diversos escorzos, borrándolos y volviéndolos a hacer, en la superficie de la piedra, aterrado, en el fondo, por la complejidad de su proyecto.

Por la tarde, sorpresivamente, aparecieron otros sujetos deseosos de ayudarle y L.G, aleccionado por la experiencia de la mañana, fue más cauto y prefirió hacer las pruebas en unos pequeños bloques que mandó a traer a la cantera; así todos pudieron, bajo la presencia vigilante del maestro, mostrar cuanto podían antes de incorporarse al trabajo principal, no obstante era visible el ansia que despertaba en los ayudantes la presencia de la gran piedra a la que no cesaban de mirar.

A la mañana siguiente, muy temprano, mientras se ponía su mandil, el maestro vio a lo lejos a Otto que venía saltando en un solo pie y batiendo palmas. Una vez próximo, le preguntó- ¿Por qué estás tan alegre el día de hoy, Otto? –Maestro, estoy feliz, esperaba algo peor y me condenaron tan sólo a ocho años de reclusión-. L.G. creyó oír mal y, por alguna razón desconocida, prefirió guardar silencio, pero,  más tarde,  una vez que estuvo solo,  se acercó a la administración y pidió que le informaran con mayor detalle algunos asuntos. Así pudo conocer que lo que él pensaba era un centro de salud comunitaria era en realidad un centro de detención de enfermos mentales de alta peligrosidad. Al día siguiente, temblando, oyó a Otto, de su propia boca, su historia- Bueno…Maestro-le dijo, e hizo una mueca extraña, su labio inferior se torció hacia la derecha casi hasta el borde de su oreja,-  corté las cabezas, primero de mi papá, luego la de mi mamá y, en orden la de mis tres hermanos, empezando por el mayor, y les enterré en el sótano de mi casa. ¡Imagínese Maestro! ¡Por eso me iban a condenar a veinte años!

Luego, L.G. oyó la historia de sus restantes ayudantes pero ya era demasiado tarde para huir. La materia bruta había ido adquiriendo, con el paso de los días y las semanas,  ya sueltos los locos,  las formas orgánicas más caprichosas, mientras el maestro las iba enmarcando en paralelogramos y esferas perfectas.

Luego de algunos meses de ardua labor la obra estuvo lista. La escultura mereció los más altos elogios de la crítica y L.G. se consagró, por esos días,  como uno de los más importantes escultores de Alemania. Sin embargo, algo sorprendente sucedió al día siguiente: los coautores del monolito, totalmente fuera de control, aduciendo que la obra no había sido concluida todavía, decidieron, con cincel y martillo, continuar su trabajo bajo la dirección de Otto; efectivamente, esa misma noche, dieron por terminada la obra de la que no quedó rastro alguno.

La prensa, en los días siguientes, optó por guardar el más estricto silencio sobre este penoso desenlace.



















 

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